La pandemia del COVID ha llegado en plena perturbación de nuestra sociedad y de preguntas fren te al modelo económico capitalista e histórico. Los temas societales, y sobre todo medioambientales tocan a todos, de lo cual las empresas no pue den escaparse. La adaptación a los retos de hoy pasa por una responsabilización, lo que no es nuevo, pero que falta traducir en compromisos reales, en actos concretos, y en una comunicación abierta. Mas allá de la relación con su entorno, es un asunto de estrategia hacia nuevos modelos económicos y de gobernanza. El cuestionamiento es claramente dar sentido a la acción empresarial para atribuirle una razón de ser.
Hablar de una crisis económica derivada de la pandemia de la COVID 2019 es un eufemismo. Enfrentamos un verdadero desastre, con una economía totalmente parada, además a nivel global, algo que los seres humanos de hoy no habían jamás conocido. La primera esperanza, aislándose y cruzando dedos para que el tiempo sea lo más corto posible, es de poder sobrevivir con sus ahorros hasta el final de dicha crisis, tal como se espera que vuelva el sol durante una tormenta. Y la verdad es que lo esperamos todos. Pero, mirando las cosas con un poco de perspectiva, se puede dudar que el día después será igual que el día de antes. Un fenómeno de esta amplitud no puede desaparecer sin dejar un impacto sobre la economía y sobre la sociedad en general. No es exagerado pensar que las generaciones futuras consideren la crisis de la COVID como un evento fundamental en la historia de la economía. El motivo es muy sencillo: esta crisis ha llegado en un momento de debilidad de la economía, que se notaba desde hace muchos años con indicadores muy claros. El tema más importante es el impacto medioambiental de nuestro modo de vida. Hemos llegado a niveles muy preocupantes de agotamiento de los recursos fósiles, y tenemos evidencias de un cambio climatológico dramático. Cosas que se conocían, pero que el planeta podía soportar siempre y cuando fueron limitadas a la sociedad occidental. El problema es que este modo de vida, basado en el consumo, se ha vuelto el modelo de todos, para otros continentes, y en particular para un país como China con sus 1400 millones de habitantes y su crecimiento económico impresionante. El objeto de este propósito no es culpar a los chinos, porque Occidente lleva aprovechándose del desarrollo económico chino y sus bajos precios de sus ministros. Como cualquier veneno, es una cuestión de cantidad, con un límite a partir del cual no se puede soportar más. Ha llegado hoy el tiempo de dicho limite. Varios autores piensan que hay una correlación entre la pandemia y el estado de debilidad del planeta. Lo importante es tomar conciencia de que no podemos seguir adelante como antes, y que un cambio se impone para todos, incluso para las empresas. Es una cuestión de adaptación al entorno, tal como nos lo enseñó Darwin hace casi doscientos años. Hemos entrado en el siglo XXI, incluso en el tercer milenio, lo que invita a un cambio. Es la oportunidad de repensar la em presa para darle sentido.
No podemos encontrar mejor caso práctico que el de la empresa para conceptualizar la adaptación a su tiempo. La propia existencia de la empresa sólo se justifica por la búsqueda de la satisfacción de una demanda que, por definición, es móvil. Jeff Bezos, el mítico jefe de Amazon, un caso con éxito insolente, lo dice con su provocación habitual: “ el desarrollo de una empresa no se base sobre habilidades, sino sobre la demanda del cliente”. Aunque parezca obvio, el concepto es nuevo y sacude. Por muy altas que sean las competencias de los directivos, y por muy ingenioso y brillante que sea el producto o el servicio ofrecido, la empresa no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir sin una demanda procedente de su mercado. Eso es la definición perfecta de la adaptación empresarial y explica por qué la empresa es el terreno perfecto del cambio. Cuando todo cambia a su alrededor... ¿qué otra salida queda que cambiarse a uno mismo? Por supuesto, pensamos en los productos de consumo que han evolucionado con el tiempo. Las empresas han sido capaces de seguir las tendencias y hacer evolucionar sus ofertas. Pero este cambio es sólo superficial. Algo nuevo ha aparecido en los tiempos modernos. Mientras que hasta ahora sólo se había puesto en marcha la forma, hoy es la sustancia la que también se pone en tela de juicio. Si durante mucho tiempo hemos antepuesto el fondo a la forma, hoy los dos deben estar perfectamente en fase para evitar una disonancia cuyas consecuencias serían rápidamente fatales. Es una cuestión de concepto.
Si bien la empresa tiene esta imagen comúnmente difundida, que se pega a su piel, de una entidad bastante inmutable y bien anclada en su historia, sus métodos, sus productos, sus clientes, sus empleados, hoy, se enfrenta a un desafío que se relaciona directamente con su razón de ser. Hay que dar sentido a su acción, más allá de la búsqueda del beneficio, que no puede ser ya su único objetivo, aunque esté claro que es necesario para su subsistencia. Ahora corresponde a las empresas definirse a sí mismas y dar sentido, por no decir inteligencia, a su acción, independientemente de su tamaño y actividad. Algunos gigantes de la economía han desaparecido en poco tiempo por falta de anticipación del cambio, tan poderosos y profundos son los efectos. Más que cualquier otra forma social, la empresa es sin duda el lugar donde el cambio en la sociedad que estamos experimentando se exacerba mejor. Incluso diría que es el cambio en nuestras empresas lo que da sustancia al cambio de la sociedad mediante la formación de sus empleados en nuevas formas de pensar y actuar, y mediante la evolución de sus ofertas. Por eso el tema es tan importante y merece tanta atención. Más allá de la supervivencia en juego, el reto es la construcción de un mundo nuevo, el de la sociedad de mañana, con conceptos y valores que ya no son exactamente los mismos.
Hay que decir que han surgido problemas sociales que revelan los límites de un sistema. Las dos cuestiones principales son el empeoramiento de la situación medioambiental y el aumento de las desigualdades sociales. Se puede decir que ambos son los frutos del modelo, y que tratar de dar respuesta a estos requiere un enfoque diferente, una cultura diferente y, sin duda, una responsabilidad asumida por otras personas. Einstein solía decir: “No se resuelven los problemas con las formas de pensar que les dieron origen; hay que aprender a mirar el mundo con nuevos ojos”. En otras palabras, una nueva mentalidad, un nuevo “mindset” para un nuevo milenio.
El cambio de orientación es una acción individual a la que cada empresa se dedicará, pero en un contexto global que iniciará una acción colectiva. Es por eso por lo que debemos creer en el alcance social de esta búsqueda de sentido. La dirección dada hasta la fecha por los pioneros digitales solo puede generar inquietudes y preguntas, debido a la dominación económica y financiera que caracteriza su crecimiento con un alcance cultural y social. El liberalismo vinculado al concepto de los servicios llevados por los principales actores digitales adopta formas de imperialismo, en detrimento de las libertades. ¿Es este el tipo de sociedad que queremos? ¿No ha llegado el momento de considerar que los cambios de comportamiento y de estilo de vida provocados por las nuevas tecnologías tienen un impacto en nuestro modelo social, hasta el punto de que se trata del interés general? No debemos subestimar los riesgos asociados a los posibles excesos del desarrollo tecnológico, que también es una buena razón para dar sentido a nuestras acciones.
Por lo tanto, nos enfrentamos a una doble elección. O dejamos que los gigantes de la economía digital actúen, como hemos hecho hasta entonces, acordando dejar que guíen el futuro de nuestra sociedad, con una influencia que irá más allá de la esfera de la economía. O bien, ponemos fin a este liberalismo desenfrenado introduciendo normas de interés general, competencia de la autoridad pública que debe llevar a cabo su misión soberana garantizando el respeto de las normas de equidad y de libertades públicas.
Muchos habrán leído el bestseller del año 2017, Homo Deus, del historiador y filósofo israelí Yuval Harari. Después de haber desarrollado su percepción del futuro en no menos de 450 páginas para demostrar la inexorabilidad de la evolución tecnológica y aun buscando dar confianza, es sorprendente encontrar como conclusión, en la última línea del libro, esta pregunta: “¿de la inteligencia o de la conciencia, cual es la más preciosa?” El lector se refiere así a sus fundamentos, los que ya Rabelais en el siglo XVI había dogmatizado con su famoso “ciencia sin conciencia es sólo la ruina del alma”. El progreso puede aportar mucho al hombre, pero siempre y cuando le sirva. Nos toca a todos definir claramente el objeto del progreso: “¿para hacer qué?” se debe preguntar cualquier creador de una innovación dirigida a la sociedad en su conjunto. La ciencia para la propia ciencia es ciertamente emocionante para los investigadores, pero esta pasión no debe borrar la utilidad de sus descubrimientos, ni el uso que los humanos serán capaces de hacer de ellos. El propósito de la tecnología no puede ser reemplazar al hombre o amenazarlo; debe ayudarlo a vivir y crecer. Por eso debemos dar sentido a nuestras acciones. Hay muchas señales claras de que nuestra sociedad ha llegado al final de un ciclo, lo que significa el comienzo de otro. Lo experimentamos a diario, nosotros que venimos de otra época, con otro modelo, pero sin ser necesariamente conscientes de los retos actuales por la magnitud de las consecuencias inducidas por las nuevas tecnologías. Nuestras acciones de hoy no son comparables a las de ayer. Hemos estado, hasta ahora, en la duplicación, en la perpetuación de un modelo, poniendo nuestros pasos en los pasos de nuestros padres de quienes éramos el orgullo. No era apropiado ir más allá de los límites del esquema conservador en el que estábamos inmersos, y nuestra responsabilidad a menudo se limitaba a la obediencia a una autoridad, lo cual era una forma de comodidad. Sin ponerse demasiadas preguntas, y por hacerlo bien terminamos subiendo de rango en la jerarquía. La caricatura de esta descripción permite tomar la medida del cambio realizado en pocas décadas. No innovar hoy, y permanecer en el modelo heredado de nuestros antepasados es un callejón sin salida. La disrupción es necesaria para salvar lo que se puede salvar, y tratar de encontrar un nuevo lugar bajo el sol. Es un cambio de paradigma que debe imponerse voluntariamente, antes de que se nos imponga. Por eso nuestras acciones a principios del tercer milenio nos hacen responsables y tienen consecuencias de largo alcance. Estamos construyendo una nueva sociedad, un nuevo mundo. Seamos conscientes de ello para que nos esforcemos por dar lo mejor de nosotros mismos y transmitir una hermosa obra a nuestros hijos y nietos. Se lo debemos. Les debemos n repetir los errores del pasado y aprovechar esta ganancia inesperada que se nos da para ir más allá en el camino hacia una vida mejor. El único método que permitirá avanzar hacia este noble objetivo será dar sentido a nuestras acciones, a todas nuestras acciones. Actuar con plena conciencia y responsabilidad, midiendo primero las consecuencias de nuestras acciones, y buscando una evolución, un beneficio, un “plus” no solo para nosotros y los nuestros, sino también para la humanidad en su conjunto. Nada menos. Tal como la leyenda nativa americana del colibrí que lleva gotas de agua en su pequeño pico para ayudar a apagar un incendio forestal, sólo para tomar su parte en el trabajo colectivo. Seamos todos colibríes dando sentido a nuestras acciones, y apagaremos el fuego que asola nuestra sociedad.
Dar sentido a la actividad de la empresa implicará necesariamente arbitrajes, es decir, renuncias. “ Elegir es rendirse para siempre ”, dijo André Gide. Sin retroceder en la definición del anglicismo “disrupción”, debemos ser muy conscientes de que un compromiso con un cambio de paradigma implica renuncias. Se trata de rendirse para recuperarse mejor, de rendirse para avanzar sin detenerse en el pasado, de rendirse para existir mañana. Debemos ser capaces de decir “no” a ciertas cosas para pasar de la coherencia al significado y, por lo tanto, del discurso a la acción. Primero señalar lo que nunca cambiará, lo que está arraigado profundamente en las entrañas de la empresa, la base de sus valores que cimenta su colectivo y su patrimonio, lo que la hace lo que es. Luego indicar aquello que nos abstenemos de hacer, dándonos reglas inmutables de ética y comportamiento para tranquilizar a nuestros terceros, siendo conscientes de que este plantea límites a la acción. Por último, abstenerse de hacer que los demás paguen por sus propias elecciones, base de un comportamiento responsable que se traduce en acción por el modelo económico de la empresa actuando para evolucionar en prácticas y hábitos. Estas tres reglas son virtuosas y llevan a la empresa un enfoque responsable y digno. Serán el fruto de líderes valientes, comprometidos y radicales. “Ser radical es tomar las cosas por la raíz. Y la raíz del hombre es el hombre mismo” (Karl Marx).
Dar sentido es, sin duda, la dirección a seguir para cualquier negocio de hoy, a principios del siglo XXI y del tercer milenio. Más allá de los actores de la economía privada, es el conjunto de nuestra sociedad la que busca dar sentido ante la creciente preocupación de un futuro incierto. Dar sentido es dar espíritu, traer al proyecto empresarial una noción de espiritualidad, en el sentido literal del término. La idea puede parecer magnificada, pero tiene la ventaja de la caricatura para sacar a relucir lo obvio. Soy muy consciente de que no hay que generalizar y conozco muchas empresas que han llegado a la pila bautismal dando sentido de inmediato a su proyecto. Por lo tanto, estas no necesitan dedicarse a trabajar por sí mismos. Pero la gran mayoría nacieron más bien de una oportunidad de mercado, o de una pericia profesional a explotar, sin pensar demasiado en el sentido que se le debe dar a la acción. Posteriormente se desarrollaron, sobre la marcha, de acuerdo con las decisiones tomadas por los hombres y mujeres que la habían integrado, hasta tamaños a veces impresionantes. Son los éxitos comerciales los que generalmente han sido el hilo conductor de su crecimiento, guiados por la ambición de los seres humanos. Estos ingredientes dieron lugar a formas, digamos a cuerpos, animados por automatismos, sin estar realmente dotados de una mente. Mi sensación personal es que estamos llegando al final de un ciclo de nuestra economía contemporánea. Había que pasar por eso para crear una forma de vida, lo que ha funcionado bastante bien hasta la fecha. Pero nuestra sociedad ha evolucionado mucho. Las expectativas ya no son las mismas. En primer lugar, las personas ya no están dispuestas a aceptar cualquier trabajo simplemente para mantenerse a sí mismas, y conceden importancia a las condiciones de trabajo y a la función que se les ofrece. Necesitan percibir y comprender plenamente su utilidad. La contrapartida a su trabajo ya no es un simple salario: esperan contribuir a un trabajo colectivo, y, si es posible, útil para el conjunto de la sociedad, a través de la empresa a la que servirán. Por otro lado, se ha invitado la responsabilidad social en forma de una expectativa fuertemente expresada, e incluso urgente, por parte de una población que considera que las empresas también tienen que responsabilizarse. Especialmente desde la llegada de Internet, que tuvo un efecto de libertad de expresión, permitiendo una expresión colectiva de un nuevo tipo. Primero, hablando del tema medioambiental con el cambio climático, pero no es el único. El concepto de integración afecta a todos los componentes de la sociedad, y en particular a las empresas, que son piezas esenciales del conjunto general. Lo que se espera es la utilidad de la empresa, llegando a su razón de ser y a su utilidad al servicio del interés general. Por lo tanto, es necesario dotar al cuerpo de una mente, para dar sentido a la acción. De ahí esta fase de espiritualización de las empresas en la que hemos entrado. La búsqueda de beneficios ya no puede ser la única motivación. La empresa debe ser el lugar de creación y de reparto del valor, pero debe también asumir su responsabilidad en materias sociales y medioambientales.
La razón de ser
La principal motivación de las empresas para adoptar una razón de ser es la búsqueda de la fidelización y del compromiso de sus empleados, clientes y grupos de interés, en torno a principios que dan sentido a su actividad. Ver esto como un ejercicio superficial de comunicación sería un error. Por supuesto, hay un formalismo que aplicar, pero cuyo propósito es presentar ideas firmes y un compromiso real. La contribución de las empresas al interés general no puede ser ni cosmética ni accidental, sino que debe ser de la máxima sinceridad, porque lo que está en juego es nada menos que su supervivencia. Mientras los viejos modelos se agrietan, la empresa debe ir más allá de las salvaguardas de la responsabilidad social para afirmar su utilidad a través de una revisión total de su modelo de negocio y de su gobernanza, construidos sobre esquemas que se han vuelto obsoletos. La razón de ser sólo tendrá valor si se despliega en acciones concretas, tangibles y cuantificables y si se integra plenamente en el modelo económico. La clave del éxito estará en la participación de los trabajadores que deben estar completamente involucrados en el trabajo de escritura de la razón de ser. Este proyecto de futuro se apoya en los valores, la cultura, el zócalo de creencias compartidas que constituyen la historia y el ADN de la empresa. En primer lugar, es necesario reconocer la fuerza de la empresa en su mercado, lo que la hace realmente diferente y le da una ventaja competitiva única. En otras palabras, la razón de ser debe transmitir un requisito vital de autenticidad. Sería un error poner el listón demasiado alto y prometer lo imposible. Por eso es esencial escuchar e implicar al mayor número posible de empleados en un proyecto para definir la razón de ser y por eso es esencial hacerlo medible tomando indicadores de progreso que habrá que supervisar y comunicar.
La razón de ser es específica a cada empresa, de ahí la libertad que queda en esta materia, de lo contrario todas las empresas tendrían la misma, lo que desvitalizaría el concepto. El fundamento de la razón de ser es el suplemento de alma que aporta, la dimensión humana, que, por definición, es propio a cada uno. Este valor añadido funda la diferencia y la ventaja competitiva en el mercado. Esta es sin duda la mejor oportunidad para que una empresa muestre su diferencia, su cultura, su visión, su sensibilidad, sus intereses, su estado de ánimo. La razón de ser es, en esencia, prospectiva, y da sentido al abarcar cuestiones de 360 grados. Traduce el capitalismo responsable al tratar de cuestiones ambientales, sociales y éticas. Se convierte en la quintaesencia, en el tuétano sustantivo de la responsabilidad. La razón de ser permite expresar la singularidad de una empresa, que es su principal ventaja competitiva. Conscientes de esta ventaja, ¿cómo no precipitarnos en ella con urgencia y pasión? La economía privada ha entrado así en una nueva fase de su historia magnífica y apasionante. En el contexto de la espiritualización mencionada anteriormente viene la noción de existencialismo, un enfoque filosófico conceptualizado para los seres humanos por los filósofos Kierkegaard y Nietzsche, luego transmitido por Sartre. No puedo evitar establecer una conexión con la situación de las empresas porque me parece que están directamente afectadas por los cuestionamientos existencialistas, quizás más que los seres humanos. Hacer preguntas como “¿quién soy yo?” y “¿a dónde voy?” y darles respuestas ayudará a dar sentido a la acción y encontrar una razón de ser. De hecho, una de las consecuencias del pensamiento existencialista es el compromiso y la responsabilidad. Ese es el término que recae hoy sobre las empresas. Más allá de las intenciones, queda iniciar la acción dándole un alcance intelectual y una responsabilidad social. Se trata de un tema vital, que afecta a cualquier empresa, independientemente de su ámbito de actividad y de su tamaño. Así es como la inclusión de un tipo de pensamiento filosófico, o al menos social, en un proyecto económico que enriquece a este último y contribuye a su inclusión en la sociedad. En un momento de búsqueda generalizada de sentido, las empresas no pueden dejar de sentirse preocupadas y, por el contrario, deben ver en esta tendencia una oportunidad extraordinaria para fortalecerse y darse un nuevo impulso.
Fuente: Técnica Economica nº 138
Autor: Philippe Arrou