La figura del compliance –de origen anglosajón- ha ido adquiriendo un creciente protagonismo a lo largo de los últimos años en nuestro país; sobre todo a partir de la reforma operada por la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, que introdujo el hoy conocido y ampliamente consultado art. 31 bis CP, en el que se regula la responsabilidad penal de las personas jurídicas.
A partir de ese momento, las personas jurídicas podían ser declaradas penalmente responsables y condenadas como autoras de un delito a una pena considerada grave ex. art. 33.7 CP, por no haber ejercido el debido control sobre sus empleados. Una obligación que hoy -y tras la importante reforma que tuvo lugar a través de la LO 1/2015, de 30 de marzo- se concreta en los llamados “modelos de organización y gestión” o compliance programs, a través de los cuales las empresas tratan de identificar los riesgos que tienen de incurrir en un determinado delito, para adoptar las medidas tendentes a evitar y/o aminorar las consecuencias derivadas de la eventual comisión del mismo, por parte de las personas que actúan en el ámbito o por cuenta de la compañía.